Por lo que sabemos, el celta es, con diferencia, uno de los hombres más religiosos de la antigüedad conocida, si exceptuamos al egipcio de las primeras dinastías.
Lejos de su imagen de guerrero palurdo, belicoso, saqueador y siempre ebrio que nos han transmitido los romanos, su vida estaba orientada casi constantemente hacia el mundo mágico y el espiritual por el sistema semiteocrático impuesto desde el druidismo, esa prodigiosa organización religiosa que supo dotar a la civilización en la cual se desarrolló de una comprensión mitológica de la existencia. El mito en sí no deja de ser, en su origen, un tipo de historia sagrada; es decir, pertenece no sólo al ser humano sino a las entidades por encima de él, a las divinidades. Es una tradición sacra, lo que se conoce como la revelación primordial. En torno al celta, todo era prodigioso y devenía de algún tipo de encantamiento: desde sus propios e inciertos orígenes hasta los bosques o los animales con los que convivía, desde los combates con el enemigo o las expediciones al confín del mundo hasta su calendario de fiestas. Los dioses se manifestaban en todo momento y, si no eran ellos, lo hacían entidades de otros planos, como las del mundo feérico: las hadas, los elfos o cualquier otro. La vida no podía considerarse otra cosa que una mera transición más o menos entretenida hasta el momento de la muerte, que se aceptaba sin complejos ni culpas ya que ella no constituía más que un paso previo a la existencia en el Otro Mundo. En algunos textos se sugiere la creencia en la reencarnación aunque no está muy claro si los celtas la entendían tal y como hoy lo hacemos nosotros tras su reciente re-importación durante el decenio de los años sesenta. De todas formas, se trata de un concepto de origen indoario igual que ellos, así que resulta muy factible que la trajeran consigo cuando llegaron a Europa o incluso que existiera entre algunos pueblos aquí asentados con anterioridad. Sabemos que estuvo muy enraizada en amplias zonas del Viejo Continente, hasta el punto de que el Concilio de Nicea -en el año 325 d. de C.- tuvo que definir lo que había que entender de forma obligatoria como la sustancia divina de Cristo, en contra de las objeciones de los arrianos, al tiempo que condenaba la idea reencarnacionista de forma explícita por enfrentarse al dogma cristiano.
Para los celtas, la vida significaba movimiento y dinamismo y por ello no había alternativa posible: descartada la opción de quedarse quieto, so pena de ser destruido por el incesante oleaje de la existencia, lo único que quedaba por hacer era cabalgar sobre éste. Es otro puente a través del espacio y del tiempo con la filosofía oriental, según la cual el cambio es lo único que nunca cambia en el mundo. De aquí arranca su desapego hacia lo material y su comprensión de cuanto de pasajero tiene esta vida, expresado en la ausencia de grandes asentamientos permanentes, de impresionantes templos físicos de piedra o de la simple necesidad de dejar constancia de la propia existencia tras la muerte de uno más allá del recuerdo familiar.
Las Tríadas
Su número mágico por excelencia, la cifra que expresaba su visión del mundo, es el tres. Lo encontramos repetido hasta la saciedad en sus mitos. Se le representa gráficamente como un triskel, símbolo solar de tres brazos derivado de la rueda y, como tal, emparentado con la también antigua y venerable swastika -la cual, a pesar de su bondad y universalidad, sigue arrastrando una imagen negativa, en especial en Europa, EE.UU. e Israel por su mal uso durante la Segunda Guerra Mundial-. En el triskel aparece la doble espiral involutiva/evolutiva de su famoso equivalente oriental del Yin-Yang, pero conteniendo además una tercera espiral que supone la genuina aportación céltica a la diferencia entre la espiritualidad de Oriente y la de Occidente.
En el Este, los hombres se someten a la acción de las dos grandes fuerzas que se alternan para mantener viva la estructura del universo: el Bien y el Mal, representados por el día y la noche, el blanco y el negro, el hombre y la mujer, la vida y la muerte… En el Yin-Yang, un punto blanco aparece en medio del negro y un punto negro en medio del blanco, mostrando de este modo la imposibilidad de que alguna vez pueda ganar uno de los dos principios; su lucha ha de ser por fuerza eterna porque la Vida nace de la fricción entre ambos, y si cualquiera de los dos llegara a triunfar por completo sobre el otro, el mundo quedaría destruido automáticamente: no podría seguir existiendo al perder su misma razón de ser. Por eso el camino espiritual oriental hace referencia al reconocimiento de esta colosal e interminable lucha, y propone como preceptos fundamentales su aceptación y la humillación humana ante ella. El oriental debe renunciar a todo, abandonar la ilusión de las cosas materiales el maya que nada importa y a nada conduce, y disolverse en la nada primigenia. En el Oeste, surge un camino diferente representado por ese triskel que incluye una tercera espiral, la cual no es otra cosa sino el símbolo del hombre que se ha trascendido a sí mismo hasta liberarse de las dos fuerzas poderosas y, equiparándose a ellas, convertirse o, mejor, integrarse en Dios. Es algo sencillo y complejo a la vez. No se trata de acumular poder y ejercerlo como un tirano, arbitrariamente, sino de someterse a la Naturaleza, reconocerse como obrero de ella y, de acuerdo con sus leyes, acumular Voluntad -representada en la espada que utilizan todos los grandes héroes- y progresar en lo espiritual hasta alcanzar la cumbre. Así, para los celtas entre el Bien y el Mal está la Indecisión, momento supremo en el que el hombre puede escoger su destino, orientándose hacia un lado o hacia el otro; entre el día y la noche existe «la hora indeterminada», al alba o en el crepúsculo, cuando es más fácil entablar contacto con los seres sobrenaturales, entre el blanco y el negro hay muchos matices de gris; entre el hombre y la mujer está el hijo, la obra que los une y a la vez los separa y trasciende…, y entre la vida y la muerte, entre el ciclo de vidas y de muertes, está el Otro Mundo, el lugar donde el alma repose y hace balance antes de seguir adelante con su gran y eterna aventura. Todo ello contrasta sólo en apariencia con el afán oriental de disolverse en el Pozo del que salió la creación entera, a fin de reunirse con la divinidad porque, en realidad, si el occidental prefiere crecer hasta el Cielo es para conseguir el mismo objetivo. De esta forma, el enano y el gigante siguen diferentes caminos aunque ambos marchan hacia idéntico fin, pues saben que Dios está en todas partes, al principio y al final, y que los extremos se tocan, por extrañas que puedan ser las paradojas aparentes del mundo.
Este camino espiritual occidental tampoco es exclusivo de los celtas: sólo que es más fácil reconocerlo en sus mitos que en los de otras culturas semejantes. Se limitan en el fondo a seguir una tradición indoaria que se refleja en pueblos anteriores al suyo y que se prolongará en otros posteriores. Entre los celtas distinguimos tríadas como la de Tutatis, Esus y Taranis -los tres grandes dioses galos-, la de Galahad, Perceval y Boores -los únicos caballeros de Arturo que encontrarán el Grial tras espectaculares aventuras- o los innumerables grupos de tres personajes de la leyenda galesa que se recogen en los textos mitológicos conocidos como los Mabinogion. Pero antes las hubo entre los egipcios -la más famosa de las cuales es la compuesta por Osiris, Isis y Horus-, los persas -Mitra, Ormuz y Ahrimán- o los hindúes -Rama, Visnú y Shiva-. Y después las veremos entre los griegos -Cronos, Ceo y Océano son los tres hijos de los primitivos Urano y Gaya- o los cristianos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que van más allá de la primera dualidad entre el dios hebreo y su adversario Satanás.
Muchos dioses y guerreros celtas han de repetir tres veces la misma acción concreta antes de poder cosechar las ventajas que esperan de ella; han de enfrentarse con tres tipos de animales, seres malignos o incluso calamidades naturales diferentes, en ocasiones, han de rematar tres veces una aventura antes de darla por buena o realizar tres actos heroicos en varios lugares -distintos sólo en la forma, pues en lo profundo se trata siempre del mismo o bien repetirlos durante tres días consecutivos.
Los viajes
Casi la totalidad de los grandes protagonistas de los mitos célticos se ve obligados a emprender algún viaje importante durante sus aventuras, en algunos casos, el viaje en sí constituye la aventura. Siempre hay que entenderlo como un peregrinaje personal del héroe cuya meta es lo que menos importa -por lo demás, suele acabar mal…, si pensamos que la muerte es algo malo, ya que lo esencial es el conocimiento que se extrae de la excursión a otros lugares y cómo se aplica y transmite a los demás.
Puentes, ciudades sumergidas y cabezas cortadas
Estas leyendas muestran que los seres sobrenaturales, con los que hay que relacionarse más a menudo de lo que a los propios celtas les gustaría, viven en lugares de nombres sugerentes y de alguna forma relacionados con el agua; islas, por lo común. La Tierra de las Promesas, la Tierra de las Mujeres, la Isla de las Dos Brumas, la Isla de las Manzanas -Avalon-, etc. Para llegar a ellos hay que arriesgarse en la mar, esto es, en el mundo emocional, el mismo océano primordial al que pertenece el mito y del que nace la primera vida. Pero, aunque tengamos noticia de viajes marineros, sabemos que los barcos no les agradaban de forma especial. ¡Cuando en alguna de sus expediciones han de cruzar un curso de agua más ancho que el Tajo, la descripción del viaje adquiere proporciones épicas! Y si se trata de atravesar un simple río, cobra especial interés todo lo relacionado con los vados y los puentes. Siempre que aparece uno de estos elementos estamos ante una frontera con el más allá. En uno de los relatos de los Mabinogion aparecen, separados por un río dos rebaños de corderos: uno blanco y otro negro. Cuando uno blanco balaba, uno negro atravesaba el vado y se volvía blanco. Y viceversa. Es una ilustración poética de la doctrina druídica de la transmigración de las almas. El puente es objeto de prohibición de paso en las leyendas medievales: luchar sobre él o sobre el vado asociado es un combate mágico; por eso muchos caballeros novatos buscaban una especie de iniciación en el camino de las armas cobrando peaje en el puente y combatiendo a quien se negara a abonarlo.
El agua aparece también en relación con la fertilidad y por tanto con la subsistencia. No habrá cosechas si no hay lluvias en la cantidad adecuada. ¿Quién se encarga de enviar el suficiente líquido elemento? Los seres sobrenaturales, por supuesto.
El agua es también un símbolo femenino, así que no nos debe extrañar que la responsable última de su poder sea siempre una mujer. En realidad, la inmersión significa la puesta en seguro, la ocultación de secretos o de ciertas tradiciones por parte de la mujer -o lo que es lo mismo, la sociedad matriarcal y pagana, en declive- que sufre el acoso o la violencia del hombre -la sociedad patriarcal y judeorromana, en expansión- y se ve obligada a enterar su legado bajo el agua, en un mundo abstracto, emotivo e instintivo. También ha habido algún autor que ha sugerido la posibilidad de que esta obsesión por las ciudades sumergidas permita rastrear la huella de un cataclismo natural auténtico acaecido hacia el final de la Edad del Bronce. Según esta teoría, el desecamiento de las costas del Báltico y del mar del Norte habría provisto de tierras nuevas en forma de marismas a los pueblos célticos, que se instalaron en ellas y que luego tuvieron que retirarse precipitadamente cuando una brusca elevación en el nivel de las aguas inundó las ciudades fundadas junto a la nueva línea de costa. Esto podría explicar también su miedo al mar, como reflejan numerosos poemas y rituales mágicos. Tenemos constancia de que navegaban, porque su cultura se extendió más allá del continente y porque existieron pueblos como los celtas vénetos -en el noroeste de Francia; no confundir con las gentes del mismo nombre ubicadas en el territorio donde hoy se levanta Venecia-, que el mismo César nos dice disponían de una flota de veleros. Pero ya hemos visto que no era su actividad favorita.
Druidas
Todas estas y otras historias se guardaban en la memoria de esta civilización gracias a la labor de los druidas. Estos individuos, tan mal conocidos -sobre todo porque ellos mismos quisieron ser mal conocidos al negarse a consignar por escrito todo el conocimiento en su poder-, no eran vulgares hechiceros especialistas en filtros de amor y en venenos. La falta de información y el desprecio hacia todo lo que no fuera de origen mediterráneo provocó que muchos rituales druídicos fueran malinterpretados por sus contemporáneos y por los nuestros. La costumbre de cortar la cabeza del adversario e instalarla en una pica frente a la casa o la fortaleza, por ejemplo. El cráneo de un enemigo especial era pelado por completo, limpiado, embalsamado con aceite de cedro y a veces engarzado en oro pare servir como recipiente ritual.
El romano Tito Livio asegura que la calavera del cónsul Postumio, derrotado por los galos, sirvió de esta forma como vaso mágico pare ceremonias religiosas. Vista desde fuera, esta costumbre se nos antoja salvaje y macabra, pero tiene su explicación. La cabeza cortada entre los celtas se puede interpretar como símbolo del sacrificio que supone la muerte de su poseedor -el sacrificio es un honor, es la comunión humana con la divinidad, por excelencia; el sacrificado lo es por voluntad propia pare integrarse en la esencia divina de forma rápida y segura y pare ayudar así desde el más allá a su pueblo- y como consagración de la parte más importante del cuerpo de un hombre.
En la cabeza o a través de ella se manifestaba el espíritu y por tanto era un órgano privilegiado, misterioso y digno de ser conservado en las mejores condiciones posibles. Y si había pertenecido a un gran jefe, mejor, pues aquellos que ocupaban los puestos más relevantes eran los preferidos de las divinidades. Muchas aventuras célticas nos hablan del valor de una cabeza. En la tradición galesa, por no recurrir de nuevo a la del famoso Bran, no deja de ser llamativo que el Grial no sea una copa o un caldero, sino una cabeza ensangrentada sobre una bandeja. Antes de juzgar cualquier ritual céltico debemos plantearnos, entonces qué se oculta debajo de lo que vemos. Es evidente que el druida se veía obligado a mostrar su sabiduría a sus propias gentes a través de todo tipo de metáforas y simbolismos porque, si no, serían incapaces de comprender lo que quería decirles.
Y es que su dignidad era el pináculo de una larga carrera, con una jerarquía y una gradación estrictas, al que no se accedía antes de unos veinte años de estudios de todo tipo. A la cabeza de esta Jerarquía parece ser que se encontraba un archidruida cuyo cargo era elegido entre los de mayor edad y sabiduría. Cualquier persona podía solicitar ser instruido en un colegio druídico, pero sólo los que superaban determinadas pruebas eran admitidos y tampoco tenían nada asegurado a partir de ese momento, pues se requería unas condiciones excepcionales para culminar los estudios. No es para menos si pensamos en su responsabilidad individual y colectiva. Ellos eran la columna vertebral de la sociedad celta, ejerciendo como legisladores, historiadores, médicos, jueces, bardos…, y sobre todo como puentes hacia el Otro Mundo. La cultura céltica era de carácter bicéfalo: el rey mandaba a los demás, pero no tomaba ninguna decisión importante sin la aprobación del druida. Ambos debían ser los más preparados entre los suyos. Si al druida se le exigía un cultivo personal muy por encima del de sus contemporáneos, el rey estaba obligado a ser un hombre -o una mujer- «completo» en su interior y en su exterior pare liderar de forma digna a los suyos: cualquier tara física o espiritual le despojaba de su corona. De esta forma el druida puede realizar a través del rey los planes de las divinidades pare su tribu. Un mundo tan pendiente de lo mágico y lo metafísico no podía actuar de otra manera.
Cuando el cristianismo original llegó a los territorios celtas antes de sufrir las sucesivas manipulaciones de los llamados Padres de la Iglesia, los druidas fueron los primeros en convertirse. Muchos de ellos lo hicieron directamente como cargos eclesiásticos, y no de los menores. Ésta es, por cierto, una de las rezones principales por las cuales podemos considerar como un real fantoche a cualquiera que en la actualidad se nos presente como «miembro efectivo» de algún «colegio druídico en activo». Sabemos que su casta existió, al menos en Irlanda, hasta el reinado de Domnall Neill, muerto en 978 d. de C., pero el druidismo feneció con la sociedad celta, pues uno no podía sobrevivir sin la otra y, cuando ésta desapareció, aquél se vio obligado a transmutarse en el seno del cristianismo. En cuanto a la posibilidad de que existieran druidesas, no está en absoluto probado, aunque hay algunos textos que hacen referencia a algunas mujeres de poder que pudieran serlo. TamPoco hubiera sido tan extraño que las mujeres tuvieran acceso a la carrera religiosa: la sociedad celta siempre reservó un lugar de honor a la mujer, como demuestran hechos concretos como que en Irlanda, hasta el siglo Vll d. de C. al menos, las mujeres con tierras estuvieran sujetas al servicio militar igual que sus colegas masculinos, o que en numerosas tradiciones se hable de Fulanito citándole como hijo de tal señora, no de tal señor.