Hubo ocasiones en que pensé que las paredes de nuestra prisión se desmoronarían. En cinco ocasiones desde nuestro encarcelamiento rugió una tormenta de terrible poder por todo el reino de los espíritus y azotó los sellos del Abismo. Los más estridentes entre nosotros declaraban en cada ocasión que se aproximaba la hora de nuestra liberación, que la Creación tocaba a su fin y que pronto cesarían nuestros padecimientos. En cada ocasión, se equivocaron. Nos solazábamos en el odio, el miedo y el dolor de los muertos durante breves espacios de tiempo cuando sufrían las embestidas de la Vorágine. Después renegábamos de la calma que dejaba a su paso, furiosos porque nada hubiese cambiado. Las puertas del Abismo seguían siendo tan fuertes como antes, nuestra libertad nada más que un sueño borroso en una mente obnubilada por el odio.
Y entonces, en un instante, todo cambió. Sentimos la crecida de dolor que señalaba otra tormenta, penetrante y feroz, inundándonos de dolor y éxtasis. Nos amontonamos ante la barrera que separaba el Infierno y el reino de los muertos, ansiosos por acrecentar el sufrimiento de aquellas almas que pudiéramos tocar y embebernos del placer que nos reportaría. Y cuando nos concentramos en aquellas almas, comprendimos que podíamos sentirlas con una claridad que nos habría sido negada desde el día de nuestro encierro. Corrimos hacia aquellos focos de claridad. Nos abalanzamos sobre la mismísima frontera exterior del Infierno y entonces vimos lo que nunca habíamos esperado ver. Las grietas que había practicado la tormenta.
Resulta imposible describir cómo nos sentimos. Las grietas eran lo suficientemente amplias para permitir la huida de los más pequeños. Aunque esperábamos que desaparecieran, que se cerraran en cualquier momento ante nuestros ojos, permanecieron allí, innegablemente abiertas. La palabra de Dios no las cerró.
Los ángeles no las defendieron. Las observamos fijamente y soñamos, temimos y odiamos a un tiempo. Las puertas del Infierno estaban abiertas. Podíamos regresar al mundo. ¿Había acabado nuestro castigo?
El éxodo
Al final, la decisión de partir no fue nuestra. Nuestros príncipes, al ver la ocasión, pero sabiendo que las grietas no eran lo bastante grandes para permitirles escapar, invocaron los Nombres de sus sirvientes y los enviaron —nos enviaron— volando a la tormenta desatada al otro lado. Salimos del Infierno con el corazón cargado de miedo y esperanza y la orden de liberar a nuestros amos, que fluían por nuestros propios seres. “Liberadnos. Libradnos y la venganza será nuestra”.
Desde el momento en que las paredes de nuestra prisión comenzaron a desmoronarse, sólo podía pensar en escapar, pero al salir del Abismo, volando a las órdenes de mi príncipe, no pude por menos de preguntarme: ¿Nos estará esperando el Creador? ¿Había llegado la hora del juicio? ¿Se nos pediría que rindiéramos cuentas por nuestros milenios de odio? Pero los ángeles no salieron a mi encuentro. Me abalancé sobre la tormenta, que rugía furiosa. A mí alrededor volaban por los aires las almas arruinadas de aquellos a los que atormentábamos, y me abrí paso entre ellas, proclamando a voces mi satisfacción y mi odio contra los patéticos espíritus que pretendían cortarme el paso.
Remonté la tormenta, me abría camino hacia arriba, desde el Abismo al mundo de los vivos. Los muertos me atacaban con sus garras, la tormenta intentaba retenerme, pero nada ni nadie me podía detener porque yo era un demonio, y era libre.
Los ángeles seguían sin salir a mi encuentro. Me abrí paso entre ellos, rumbo al mundo que había conocido, el mundo del que me habían expulsado hacía más tiempo del que lograba recordar. Entonces, con la esperanza, el miedo, la ira y el odio ardiendo en mi interior, vi la Tierra, el mundo por el que había luchado, ante mis ojos. Regresaba a casa, como refugiado de un Infierno hecho a sí mismo. Al principio el mundo era gris, un reflejo deforme de sí mismo visto a través de los ojos del odio, y luego lo tuve ante mí como lo recordaba, vibrante, vivo, el pináculo de Su Creación. Por un momento me sentí exultante, ebrio de la olvidada gloria del mundo. Por un momento lo olvidé todo salvo la belleza de la Creación.
Ni siquiera entonces salieron los ángeles a mi encuentro. Había humanos por todas partes; más humanos de los que hubiera podido imaginar que existían. Había atormentado incontables almas humanas a lo largo de mi encarcelamiento, pero eso ya no era bastante para mí. Busqué a los ángeles para hacerles sentir el poder de mi odio, pero no pude encontrarlos. Se habían ido. Busqué donde agonizaban las criaturas al borde de la muerte, pero allí no había ningún ángel apostado para aliviar su sufrimiento. Con furia creciente, busqué a los ángeles vigilantes del aire o a las musas que poblaban las profundidades índigo o a los ángeles de lo salvaje que cuidaban de sus bosques inmensos, pero no encontré ni uno solo. ¿Habrían abandonado sus puestos? ¿Se habrían escondido? Podía sentir a mis congéneres demonios, pero ni a un solo miembro de la Hueste Celestial.
La confusión se apoderó de mí. Era una sensación extraña para un ser acostumbrado al odio. ¿Cómo funcionaba el mundo sin nuestra especie? ¿Acaso ya no se ocupaba Dios del mundo?
La exploración
Sobrevolé el mundo haciendo frente al viento, disfrutando de la libertad que había perdido hacía tanto tiempo. Mientras luchaba contra la tormenta que azotaba el Velo, mis sentidos volvieron a la vida con la llamada del deber. Los seres vivos de todo el mundo pedían a gritos que llegara el final. Al principio me resultó vigorizador, como volver a casa tras un día largo y arduo, pero luego me abrí a aquello y descubrí que era más grande de lo que podría haber imaginado jamás. Era como si todo el mundo chillara de dolor, rogando para que terminara su agonía y se reanudara el ciclo.
La furia de la Vorágine era increíble. No sabía si era el resultado de nuestra fuga del Infierno, su causa o alguna señal de Su rabia contra el mundo, pero estaba desollando las almas de los muertos. Sus agonías resonaban en mi interior mientras flotaba en el sitio. Peor aún era el constante lamento de las almas de los vivos. Éstos no eran los humanos que yo recordaba. Eran seres débiles, exhaustos, la luz de sus almas se había atenuado hasta convertirse en un endeble fulgor.
Sin dar crédito, me acerqué a un lugar en el que su grito sonaba particularmente angustiado. Era como si el mismo suelo llorara suplicando su final. Había sido empujado más allá de sus límites, más allá del propósito para el que lo había creado Dios, y gritaba para que alguien pusiera fin a su existencia. Dejé que aquella llamada me arrastrara, saboreando la sensación de cumplir con un deber apenas recordado. Lo que vi me dejó atónito. Aquel mundo no se parecía en nada al que yo conocía. La belleza de la Creación parecía haber sido reemplazada por una monotonía de formas. Grandes peñascos se levantaban hacia el cielo, con pálidas luces desprovistas de alma ardiendo en su interior. Donde antes hubiera hermosos jardines y grandes colinas llenas de todo tipo de vida, ahora había grises bloques de piedra y acero que parecían no obedecer a más propósito, que el de aplastar el espíritu de los que habitaban en su interior.
La gente deambulaba por aquellos cañones estériles, pero no eran humanos tal y como yo los conocía. Estas criaturas habían renunciado al servicio del Cielo de consolar, proteger y educar, habían cogido la divinidad de su interior y la habían malogrado. Parecían verse a sí mismos y sus obras como algo separado del resto del mundo.
¿Sería éste el castigo que les había infligido Dios? ¿Estarían pagando el precio de nuestro orgullo desmesurado?
La atracción del Abismo
Mientras asimilaba la vista, comprendiendo a duras penas lo que veía, el Abismo continuaba tirando de mí, intentando arrastrarme de vuelta a su horrible abrazo. Sentí cómo desgarraba mi ser, diciéndome que ése no era mi lugar, que yo pertenecía al Infierno. Cada segundo que pasaba en el mundo real se convertía en una lucha contra el impulso por abandonarme y dejar que las tinieblas me succionaran. Pero mi príncipe me había dado una orden utilizando mi Nombre, de modo que no podía huir. Tenía que quedarme y encontrar la forma de liberarlo. Más que eso, no quería irme. Había demasiadas cosas que ver, demasiado que comprender, demasiado que hacer. La única garantía de sobrevivir siendo un espíritu en un mundo de carne pasaba por unirse a esa carne.
Sólo tenía que encontrar un cuerpo que me aceptara. Abrí mi mente y sentí un millar de almas fragmentadas, titilando igual que velas al viento. Uno de aquellos espíritus rotos me atraía. Había sido traicionado, y esa traición le había costado todo lo que había amado. Podía sentir cómo mis congéneres demonios tendían las manos hacia espíritus humanos demasiado débiles o demasiado hambrientos para resistirnos, y reclamaban los cuerpos en su lugar. Cada uno de nosotros encontró un alma herida que resonaba en su lugar. Cada uno de nosotros encontró un alma herida que resonaba con su propia naturaleza, con la esperanza de que eso nos permitiera cohesionar más fácilmente con la carne.
Avancé hacia una de las torres de piedra que había visto antes, atraído por una mezcla de rabia, frustración, compasión y congoja, y encontré el pequeño cuerpo femenino tendido en el suelo en medio de un charco de sangre. Sentí el vacío del interior del cadáver, el espacio donde el alma se unía a la materia, y lo ocupé. En ese momento yo, Magdiel el Verdugo, me convertí en algo superior e inferior al mismo tiempo.