Los he visto al enconarse la batalla
En el centro de la matanza y el estruendo
A la vista sus heridas como rosas mortales
Floreciendo escarlatas en su piel.
Los he oído toser mientras tropezaban
Y oído sus quejas al yacer
He oído su atemorizada plegaria hacerse murmullos
Y el silencio final cuando morían.
– Garnet Rogers,
“One Bullet (Left For me)”
Los ejecutores de la camarilla tenían su trabajo ante ellos. Anarquistas de espíritu libre, irreverentes Paladines del Sabbat, Lupinos merodeadores y entrometidos cazadores vampiros acechaban por todas partes, poniendo en peligro la Mascarada y a cualquier Cainita que buscara refugio en ella.
Contra estos adversarios permanece Karsh, la no muerta máquina de guerra, sediento de sangre, señor de la guerra del Clan Gangrel. Dirige las legiones de la Camarilla contra las alborotadas fuerzas del Sabbat. Los guerreros Arcontes y Rusticar contestan a su llamada a las armas, y él sólo responde ante el más alto Consejo de la Camarilla. Adora el cobrizo sabor del frenesí vampírico elevándose por su garganta, y no hace nada para impedir la ascensión de la Bestia en su interior. De hecho goza en el combate, saboreando la transformación de vampiro en monstruo babeante.
SU VIDA
No todos los musulmanes de la Turquía medieval apoyaban el reinado del sultán Murad IV. Algunas bandas nómadas rehusaron someterse al despótico dominio del gran conquistador, y lucharon sin cuartel en escaramuzas relámpago contra los ejércitos del sultán. Estos grupos entrenaban a sus jóvenes guerreros preparándoles para la dura vida que les esperaba. Muchos niños no sobrevivieron. Pero algunos lo resistieron y se hicieron extraordinariamente fuertes durante la prueba.
El salvaje niño Hassan al-Samhir amaba la vida guerrera. Pasó su infancia entre la práctica marcial, las incursiones y la devoción por Alá. Llevaba la espada de un hombre adulto cuando contaba cinco años, mató a un soldado enemigo a la edad de nueve, y recibió honores como uno de los guerreros más fieros del grupo nómada a los doce.
Cuando tenía trece años, los hombres del sultán capturaron a su tribu de nómadas y los mataron. Ninguno se rindió. Las despiadadas tropas mataron a los adultos heridos y tomaron a los niños supervivientes como esclavos. La fiereza del pequeño Hassan impresionó a las tropas, que lo colocaron en los jenízaros: un cuerpo de elite de jóvenes cristianos y cautivos de guerra.
Los jenízaros impusieron al muchacho un régimen de castigo de espantoso trabajo físico, sumisión a Alá a través del sultán, y constante entrenamiento militar. En lugar de quebrarse, Hassan floreció, y ascendió con velocidad en el escalafón de los jenízaros. Rápidamente superó a sus maestros y se ganó el temor y el respeto de sus compañeros guerreros. Su entusiasta veneración por Alá impresionó incluso a los veteranos oficiales.
El corazón de un auténtico guerrero latía en su seno, y Hassan vivía para el combate. Odiaba los interminables períodos de paz, y sólo se sentía de veras vivo cuando se sumergía en la sangre de sus enemigos, abriéndose paso a cuchilladas hacia el corazón de cada batalla, poseído por un sobrenatural y descontrolado frenesí asesino.
Trágicamente, Hassan vivió durante la decadencia del Imperio Otomano, y vio al gran Imperio encogerse y marchitarse a pesar de todas las batallas que ganó. Las intrigas de la corte y la corrupción de palacio debilitaron todavía más al estado. Sin embargo, su fe era inamovible, y se mantuvo leal a su sultán como expresión de su lealtad a Alá. Cuando los jenízaros se rebelaron, Hassan se puso del lado de Murad IV para suprimirlos, y mató a muchos de sus más cercanos amigos. La revuelta fue sofocada y los guerreros rebeldes volvieron al servicio. Pero muchos de ellos culparon a Hassan por haberles traicionado, y planearon su destrucción.
SU MUERTE
Cuando el Imperio firmó un gran tratado de paz con Persia, Hassan no ocultó su desagrado por la decisión del sultán. Ahora era un poderoso capitán, y estaba acostumbrado a manifestar sus opiniones a los agentes del sultán. Sabía que podía llevar la guerra hasta la capital del enemigo, pero aceptó someterse a las órdenes del sultán con la misma reverencia con que se sometía a Alá.
Cuatro jenízaros se aprovecharon de las tensas negociaciones de paz para vengarse de Hassan por traicionar su revuelta: asesinaron a tres diplomáticos persas y culparon a Hassan de su muerte. Hassan apeló a su lealtad, pero un enfurecido sultán le condenó a muerte. Para satisfacer su ultrajada sed de sangre, Murad IV resolvió bruscamente que la decapitación era demasiado buena para el asesino, y que en su lugar debía ser arrojado a los lobos. La cruel decisión satisfizo a la nueva legación persa, que consideró el asunto zanjado.
Abandonado por su señor, pero no por su dios, Hassan volvió la espalda a la justicia humana y rehusó acatar su sentencia. Luchó contra el lobo y lo mató con las manos desnudas. El sultán ordenó de inmediato que le lanzaran una manada de lobos para destrozarlo. Pero Hassan rogó a dios que le diera fuerza y entró en una furia asesina. Hizo pedazos a cinco lobos hambrientos. El sultán estaba atemorizado por las ejecuciones fallidas, y temía que la gente lo viese como un signo claro de que Alá favorecía a Hassan por encima del sultán. Ordenó a su visir, Mohammed Kuprulu, que encontrara lobos que pudiesen matarlo.
Siguiendo el consejo de un hombre sabio que encontró en el mercado, el visir del sultán llevó a Hassan a un erial desolado, conocido porque allí merodeaban malignos espíritus de lobo. Encadenó a Hassan y lo dejó allí como una ofrenda a los espíritus; a continuación, se escondió cerca del cuerpo del condenado con una escuadra de soldados, esperando a que Hassan fuera destrozado o muriera de hambre. Después de una noche cuajada de sangrientos alaridos, regresaron para encontrar el cadáver de Hassan cubierto por miles de cortes y vacío de sangre.
SU NO VIDA
El visir respetaba a Hassan y se ocupó que los desgraciados restos del guerrero fueran debidamente enterrados. Pero a Hassan le quedaban todavía muchas batallas que luchar, y aquella noche se arrastró fuera de su tumba. El guerrero no muerto se abrió paso entre los jenízaros, masacrando a los hombres que le traicionaron. Decapitó al sultán y llevó su cabeza al visir. Tomando la corona de la cabeza del último de la dinastía de los Murad, ungió a Kuprulu como Gran Visir del Imperio Otomano.
Hassan le contó al aterrado visir una historia escalofriante. Un terrible djinn embrujaba el erial, un djinn que podía tomar la forma de un lobo y la de un hombre. El lobo visitó a Hassan y le ofreció vida inmortal a cambio de su servicio eterno. Hirió al guerrero, bebió su sangre y le dio a cambio una pequeña dosis de la suya. Hassan renació como Karsh el Vengador.
El lobo – djinn era en realidad un antiguo Gangrel transformado que vio en Hassan al perfecto candidato para convertirse en el Señor de la Guerra de la Camarilla. El antiguo era también el misterioso sabio que había aconsejado al visir que dejara a Hassan en el erial. Como una de las primeras extensiones de la Mascarada (y para completar la degradación del ingrato sultán), el Gangrel extendió el rumor que el sultán había muerto por su inclinación al beber en exceso. Además, el Gangrel se aseguró la completa fidelidad de su nuevo Señora de la Guerra permitiéndole al fanáticamente leal guerrero que resolviese sus asuntos en casa.
El vampiro le dio el tiempo de una generación para completar sus asuntos mortales. Karsh dirigió a los ejércitos del visir en grandiosas batallas nocturnas para apuntalar las fronteras del Imperio y combatió amenazas internas y externas. Veinticinco años después el Imperio estaba seguro, y el espíritu lobo regresó a por Karsh y lo llevó a Europa.
Karsh, ahora dedicado únicamente al clan Gangrel y a la Camarilla, se sumergió en su nueva vida con pasión. Ahora dirige a las fuerzas de la Camarilla en sangrientas batallas contra todos sus adversarios: mortales, vampiros y demonios. Le desagrada combatir contra los Lupinos, pero hace todo lo necesario para garantizar la seguridad de la Camarilla. Honra a su dios en el servicio a sus nuevos amos, y disfruta combatiendo al impío Sabbat y la blasfema Mano Negra. Los antiguos de la Camarilla respetan al violento y belicoso Señor de la Guerra, y, de hecho, muchos le temen. Suelen buscar su consejo en materias de seguridad y cuando planean ataques contra sus enemigos.
SU NATURALEZA
Karsh es un hombre de pocas palabras. Sólo habla cuando es absolutamente necesario, y con frases muy concisas. En reposo está completamente calmado, es estoico y lento para encolerizarse o responder. En la batalla es un tornado de furia, gozando de la matanza y la sangre. Como Señor de la Guerra de la Camarilla, lleva a cabo las misiones más peligrosas. Acomete incluso las tareas más suicidas con inigualable celo, como si cada adversario fuera el odiado sultán.
Karsh reza todavía cinco veces diarias en dirección a La Meca, y si cree que su alma está condenada para toda la eternidad, no se lo ha dicho a nadie.