Hija de Eduardo, duque de Kent, cuarto hijo del rey Jorge III, y de la princesa alemana Victoria de Sajonia-Coburgo, estaba emparentada con las casa reales de Alemania, Rumanía, Suecia, Dinamarca, Noruega y Bélgica, con lo que muchas veces durante su reinado las disputas territoriales con esos países eran consideradas por Victoria I como meros enfrentamientos familiares.
Bautizada como Alejandrina Victoria, quedó huérfana de padre con cuatro años de edad, recayendo su educación en su madre. De ésta recibió y de su institutriz, la baronesa de Lehzen, recibió una educación tan esmerada como estricta.
De su madre heredó, además, un carácter afectuoso y sensible, una gran inteligencia y un gusto por la independencia y la capacidad de decisión, que más tarde resultarán cruciales en sus relaciones con los políticos de la época. A la muerte de su abuelo Jorge III, el mismo año que su padre, ya se sabe que Victoria será la próxima reina de Inglaterra, pues ninguno de sus tíos -Jorge IV y Guillermo IV, tenía descendencia.
Conocido el hecho por Victoria, apenas con diez años de edad, dio muestras de su carácter resuelto al exclamar que sería una buena reina en el futuro. La educación procurada por su madre, si bien será muy provechosa a lo largo de su reinado, acabó por deteriorar las relaciones entre ambas, generando un distanciamiento que se hará más patente cuando Victoria ocupe el trono. En 1837, horas después de morir su tío Guillermo IV, el arzobispo de Canterbury le transmite la noticia de su proclamación como reina. Su coronación tendrá lugar en la abadía de Westminster el 28 de junio de 1838.
Se espera de Victoria, de dieciocho años, que acabe con largos años de decadencia de la institución monárquica en Inglaterra, debilitada por los reinados de Jorge III (1760-1820), Jorge IV (1820-1830) y Guillermo IV (1830-1837). Durante este tiempo, Inglaterra ha sufrido los devaneos e inestabilidad procurados por un rey enfermo de demencia (Jorge III), ha perdido las colonias americanas, ha sufrido graves escándalos a cargo de Jorge IV y ha visto tímidos intentos de recuperación de la institución monárquica por parte de Guillermo IV. Todo ello en el contexto de una Europa en convulsión, que ve aparecer poderes emergentes (Alemania) y cuestionar la legitimidad de otras rancias monarquías (Revolución francesa y episodios liberales). Cuando la joven Victoria es coronada, la política inglesa está dominada por William Lamb, vizconde de Melbourne, primer ministro desde 1935.
Se trata de un gobernante eficaz, sólido e inteligente, del agrado de la reina. Ello hace que los primeros años del mandato de Victoria esta se muestre algo alejada de los asuntos de gobierno, despreocupada de las vicisitudes de la vida política cotidiana. Se hace acompañar, eso sí, por damas que comparten la ideología «whig» (liberal) del primer ministro, confiando en que su mandato será largo y estable. Sin embargo, diversos reveses parlamentarios sufridos por Melbourne le hacen dimitir, pasando los «tories», con Robert Peel a la cabeza, a controlar el gobierno inglés. Es entonces cuando Victoria decide inmiscuirse personalmente en la política del país, pues no son de su agrado los modales y el carácter de Peel, que considera demasiado hoscos. Se produce así la primera crisis política de su reinado, al negarse a aceptar la llegada de Peel al poder.
La situación se resuelve mediante arduas negociaciones, que hacen volver a Melbourne y restablecerse, momentáneamente, la situación anterior. El 10 de febrero de 1840 Victoria se casó con el príncipe alemán Alberto de Sajonia-Coburgo, lo que en principio despierta los recelas los recelos del pueblo inglés ante la entrada en el trono de un personaje extranjero. El carácter de Alberto, inteligente y exquisito, y su figura apuesta, acaban sin embargo por ganarle la confianza del pueblo. La relación con Victoria, en el mismo sentido, era excelente. No en vano, Alberto era uno de los pocos hombres con los que Victoria había podido relacionarse en su juventud, además del primero con quien había podido hablar a solas. La boda significó una muestra más del carácter decidido de Victoria, al celebrase pese a las suspicacias y oposiciones suscitadas.
El papel que el príncipe consorte iba a desempeñar desde su llegada al trono iba a ser fundamental para Victoria, pues se ganó por completo su confianza y admiración. Fue así como la veneración que la reina sentía por Melbourne iba siendo paulatinamente sustituida por la que sentía hacia su marido, confiando en él como consejero político. Gracias a ello, la vuelta al poder de Peel en 1841 no significó un trauma para Victoria como sucedió la vez anterior. Apoyada en su marido, la reina experimentó un cambio en sus sentimientos hacia los conservadores, aproximándose cada vez más a sus postulados políticos. Las disputas con los gobiernos «tories» fueron cada vez menores, lo que no ocurrirá con los gabinetes liberales posteriores de lord Russell y lord Palmerston.
El reparto de funciones de la pareja real funcionará a la perfección, creando un modelo de comportamiento político que restaurará el prestigio de la monarquía inglesa entre sus súbditos y el resto de gobernantes europeos. El príncipe Alberto será instituido como príncipe consorte, siendo las decisiones tomadas de mutuo acuerdo entre ambos esposos. Político fino, dotado de gran inteligencia para los asuntos de estado, Alberto supondrá un apoyo considerable para Victoria. Además, el respeto a la institución parlamentaria acabará por restaurar el prestigio del trono inglés, perdido por la acción de los monarcas anteriores. Nueve hijos, de ellos cuatro varones, asegurarán la sucesión y serán una herramienta política de primer orden mediante la concertación de sus matrimonios con miembros de otras casas reales. Sin embargo, la situación de estabilidad y armonía sólo durará unos cuantos años. En 1856 Alberto comienza a manifestar síntomas de la enfermedad que acabará con su vida algún tiempo después.
Un año más tarde la reina decide oficializar el título de príncipe consorte, para que Alberto pueda gozar de derechos que no le son reconocidos al no ser ciudadano inglés. Finalmente, 1861 se convierte en el «annus horribilis» de Victoria, al fallecer su madre en marzo y en diciembre su esposo, víctima del tifus. Esta última muerte, no por menos esperada, supone para la reina el acontecimiento más doloroso de su vida. Desde entonces, viste siempre de negro, en recuerdo de su marido, se hace acompañar constantemente de su fotografía, y manda al servicio disponer a diario la ropa limpia de Alberto.
A pesar de ello, una vez más da Victoria muestras de su carácter decidido y luchador, al no dejarse abatir por el dolor sufrido y dedicarse de pleno a trabajar por su país y la monarquía. Aunque restringe sus apariciones públicas, desde el trono contribuye como nadie antes a afianzar el prestigio de la monarquía, ejerciendo un papel de referencia para el pueblo inglés, modelo de los valores que Victoria quiere impregnar. Su rígida educación se manifiesta ahora en su máximo esplendor: la moral estricta, el afán por el trabajo, el «common sense» (sentido común), la seguridad, el patriotismo, la religiosidad, el liberalismo económico y político.
Sin duda en sintonía con los acontecimientos de la época, monarca de la Inglaterra de la Segunda Revolución industrial, los valores que Victoria encarna encajan perfectamente en la mentalidad inglesa del siglo XIX, en el encumbramiento de una burguesía tradicionalista, educada en sólidos valores religiosos y culturales, amante del trabajo, la superación y el prestigio social. Victoria devuelve como un espejo la imagen que la sociedad decimonónica inglesa tiene de sí misma: una sociedad fuerte, hegemónica en el conjunto de naciones, políticamente estable y económicamente puntera. La Inglaterra victoriana se siente en la cumbre del mundo y de la historia. No en vano, el desarrollo económico alcanzado no tiene parangón en ningún otro país ni época, y domina territorios como La India, Australia, parte del Canadá, casi la mitad de África.
A los puertos ingleses llegan productos de todo el mundo, gracias a la marina mercante más potente que existe. Por si fuera poco, la vieja y confiada Inglaterra observa a salvo los desórdenes que se suceden el exterior, como el pujante ascenso de los nacionalismos que comienzan a minar las estructuras de imperios como el ruso, el austro-húngaro o el otomano, manejando hábilmente la política internacional en su propio beneficio, alejada de las disputas entre Francia y Alemania que dominan las relaciones internacionales en Europa a finales del siglo XIX o los manejos de Bismarck para lograr el control continental. Son años de esplendor, en los que Victoria domina un imperio y ejerce su ascendencia y capacidad de influencia sobre el resto de monarquías europeas. Aunque algo alejada de la política cotidiana, la sintonía con el conservador Disraeli le hace participar algo más de los asuntos públicos. Son años en que se acrecienta aun más su poder y prestigio, siendo coronada (1877) como emperatriz de la India. Por si fuera poco, la decisión de Disraeli de comprar para Inglaterra las acciones del Canal de Suez permiten a Inglaterra observar un dominio absoluto sobre todos los mares.
En África, la expansión inglesa continúa imparable, gracias a la labor de exploradores como Livingstone, Stanley y otros, que hacen sumar territorios como Zamebeze, en 1890, iniciando el camino hacia las anexiones de Zanzíbar, Nigeria y el Transvaal (1902). En Australia, se completa el dominio sobre la inmensa isla continente, configurando el Commonwelth australiano. La política interior de la reina, supervisada por ella misma y dirigida por personajes como los ya citados Melbourne, Peel, Russell, Palmerston, Disraeli y Gladstone, avanza hacia un establecimiento pleno del liberalismo económico y político, que hace llegar la participación política a amplias capas de la población.
Del juego político, en el que también participan partidos radicales, surgen reformas electorales y medidas políticas cuyo objetivo último es mantener la estabilidad del sistema y de las instituciones. Así, se afrontan problemas antiguos como el nacionalismo irlandés o las reivindicaciones obreras, surgidas estas del profundo proceso de industrialización experimentado por Inglaterra, con medidas como la concesión de una mayor autonomía para Irlanda o la legalización de los primeros sindicatos modernos. Son años de esplendor que harán también florecer las ciencias, las artes y las letras, con figuras de la talla de Kipling, Yeats, Wilde, Faraday, etc. La longitud extraordinaria de su reinado dio a Inglaterra una estabilidad de la que no había disfrutado en mucho tiempo. Por eso, cuando falleció el 22 de enero de 1902, muchos de súbditos vieron morir a una monarca que estaba en el trono desde antes de que ellos mismo hubieran nacido, y que manejó las riendas de su nación justo en un período en el que alcanzó a ser la mayor potencia económica y política del mundo.