Ricardo Corazón de León

Era hijo mayor de Henry II. Reinó en el periodo 1189-99 y cubrió sus ambiciones yendo a las cruzadas en el año de 1190, dejando su papel en Inglaterra a otros.

Después de sus victorias sobre Saladin en el sitio de Acre y las batallas de Arsuf y Jaffa, concluidas con el tratado de Jaffa (1192), Ricardo estaba regresando de Tierra Santa cuando fue apresado en Austria durante poco más de un año. A principios de 1193, Ricardo fue transferido a la custodia del emperador Henry VI.

Durante la ausencia de Ricardo, el rey Felipe de Francia falló en la obtención de las posesiones francesas de Ricardo a través de invasión o negociación. En Inglaterra, Juan, el hermano de Ricardo, ocupó el castillo de Windsor y preparó una invasión a Inglaterra por mercenarios flamencos, acompañado de una insurrección armada. Su madre la reina Eleanor tomó acción firmada contra Juan por fortalecer la guarnición y contra los juramentos de alianza con el rey. Las actividades subversivas de Juan terminaron con el pago de un abrumador rescate de 150,000 marcos de plata al emperador, por la liberación de Ricardo en 1194. Advertido por el famoso mensaje de Felipe «mírate a ti mismo, el mal está perdido» (‘look to yourself, the devil is loosed’), Juan huyó a la corte francesa.

En su regreso a Inglaterra, Ricardo fue coronado de nuevo en Winchester en 1194. Cinco años después murió en Francia durante un menor sitio contra una rebelión en Baron. Para la fecha de su muerte, Ricardo había recuperado todas sus tierras. Su éxito fue vivido brevemente. En 1199, su hermano Juan pasó a ser rey y Felipe invadió Normandía exitosamente. Alrededor del año 1203, Juan se retiró a Inglaterra, perdiendo sus tierras francesas de Normandía y Anjou en 1205.

Según cuenta la leyenda, fue su madre Eleanor quien se llevó a Ricardo a vivir con ella a Francia, ya que ella era oriunda de allí. Cuando Henry II (padre de Ricardo) murió, éste fue a reclamar las tierras que por herencia le pertenecían, pero que, a su vez, no le inspiraban ni el menor sentimiento de cariño. Cuando llegó allí, no tardo en coronarse rey. Comenzó a sacarle provecho a la situación, vendiendo todo cuanto pudo: tierras, cédulas reales y de la Iglesia; todo con el fin de obtener dinero para el viaje a las cruzadas, que era donde realmente deseaba estar.

Estando ya en Tierra Santa, comenzó a luchar incansablemente logrando obtener el título de «Corazón de León», que lo caracterizó por su valentía y sabiduría en la estrategia de lucha.

Sus luchas con Saladin fueron las más fuertes, ya que éste era el jefe de la milicia musulmana, que tenía sitiada a Jerusalén. No obstante, ya habiendo coronado grandes batallas y estando cerca de Jerusalén, se retiró con sus hombres de vuelta a Inglaterra, donde su hermano Juan estaba en el poder y robándole las posesiones que a Ricardo les pertenecían por derecho.

Cuando Ricardo regresaba a sus tierras, fue hecho prisionero por Leopoldo de Austria, un viejo enemigo ya que, tiempo atrás, en las cruzadas, Ricardo había cometido faltas graves contra éste al pisotear su estandarte. Estuvo preso cerca de un año hasta que, según se dice, fue un amigo suyo de la corte quien lo buscó por toda Europa hasta encontrarlo. Se pedía por él un gran rescate, que Juan no pensaba pagar, pero su madre obligó a Juan a hacerlo.

Ya en casa, Ricardo sacó a Juan del poder para poder él obtener más dinero de Inglaterra, ya que las cruzadas lo habían dejado casi en la ruina. Y muy poco duró allí, ya que su deseo de seguir luchando lo llevó a las tierras de Francia, donde fue muerto por una flecha envenenada.

Coronación De Ricardo Corazon De Leon

Éste fue el orden de la comitiva: en primer lugar, iban los clérigos, vestidos con sus ornamentos, llevando el agua bendita, las cruces, los cirios y los incensarios. A continuación, los priores, abades y obispos. Entre ellos marchaban cuatro barones, cada uno con un candelabro de oro. Después iban Geoffrey de Lucy,que llevaba La mitra del rey y, a su lado, Juan el Mariscal, que hacía lo propio con dos pesadas espuelas de oro; Guillermo el Mariscal, conde de Striguil, llevaba el cetro real de oro, en uno de cuyos extremos figuraba una cruz, igualmente de oro y, a su Lado, Guillermo Fitz-Patrick, conde de Salisbury, con la vara de oro, rematada en una paloma de ese metal. Después marchaban David, hermano del rey de Escocia y conde de Huntingdon; Juan, conde de Mortain, el hermano de Ricardo; y Roberto, conde de Leicester, llevando otras tantas espadas principescas tomadas del tesoro del rey y cuyas vainas estaban recubiertas de oro; el conde de Mortain marchaba entre los otros dos. Luego, venían seis condes y barones que Llevaban sobre sus hombros un gran tablero sobre el que se habían dispuesto las enseñas y vestiduras regias. Acto seguido, marchaba Guillermo de Mandeville, conde de Aumale, con la grandiosa y pesada corona de oro, engastada de piedras preciosas. Tras él llegó Ricardo, duque de Normandía, con el obispo Hugo de Durham a su derecha y Reginaldo, obispo de Bath, a su izquierda; cuatro barones mantenían sobre sus cabezas un palio de seda sostenido por cuatro largas lanzas; todo el gentío de condes, barones, caballeros y demás, tanto clérigos como laicos, fueron tras la comitiva hasta llegar al atrio de la iglesia, y el clero penetró con el duque hasta el coro.

Cuando el duque hubo llegado ante el altar, en presencia de arzobispos, obispos, del clero y del pueblo, se arrodilló ante él y juró, por los Santos Evangelios y las reliquias de numerosos santos, que durante todos los días de su vida haría respetar la paz, el honor y la dignidad debidos a Dios, a la Santa Iglesia y a sus miembros. A continuación, juró ejercer su justicia y equidad sobre el pueblo que le había sido confiado. Y juró destruir las leyes nefastas y las costumbres perversas, si es que alguna de ellas encontraba asiento en su reinado, dictar buenas leyes y hacerlas respetar sin engaño ni intención malvada.

Acto seguido, fue despojado de toda su vestimenta, con excepción de camisa y calzas, y le descosieron la camisa a la altura de los hombros. Le calzaron unas sandalias de hilo de oro y Baldwin, arzobispo de Canterbury, vertiendo el óleo sagrado sobre su cabeza y pronunciando las palabras rituales, le ungió rey, tocándole en cabeza, pecho y brazos, asiento, respectivamente, de la gloria, el valor y la prudencia. Después de lo cual, el arzobispo le puso en la cabeza el velo de lino consagrado y, encima, la mitra que traía consigo Geoffrey de Lucy.

A continuación, le vistieron con los hábitos regios, la capa y la dalmática, y el arzobispo le entregó la espada del reino, destinada a aplastar a los enemigos de la Iglesia. Al instante, dos condes le calzaron las espuelas de oro que había traído Juan el Mariscal y, luego, le vistieron con el manto. Lo llevaron ante el altar y allí, en el nombre de Dios Todo poderoso, el arzobispo le conjuró a no aceptar este cargo a menos que tuviera intención de respetar sin desfallecimiento los votos que acababa de pronunciar, a lo que él respondió que, con la ayuda de Dios, respetaría sin desfallecer todo lo que había prometido. A continuación, él mismo tomó la corona del altar, se la entregó al arzobispo y éste la colocó en su cabeza: dos condes la sostuvieron a causa de su peso.

Al momento, el arzobispo le puso el cetro en la mano derecha y la vara real en la mano izquierda, y el rey, de tal suerte coronado, fue conducido hasta su asiento por los obispos de Durham y Bath; delante de él marchaban los que portaban los cirios y las tres espadas. Acto seguido dio comienzo la misa dominical. Al llegar al ofertorio, los obispos lo condujeron junto al altar y él ofreció un marco de oro purísimo. En efecto, los reyes han de hacer esta ofrenda en la coronación tras lo cual los obispos le llevaron de nuevo a su sitio.

Terminada ya la misa y celebrados todos sus ritos, los dos obispos, precedidos de todo el cortejo, colocados uno a su derecha y otro a su izquierda, lo acompañaron desde la iglesia a su cámara, mientras aún mantenía la corona en la cabeza, el cetro en la mano derecha y la vara real en la izquierda.

El cortejo regresó al coro y el rey se despojó de la corona real y de sus regias vestiduras; se puso una corona y ropajes más ligeros y se fue a tomar la colación; los obispos se sentaron en la mesa, a su lado, cada uno según su orden y dignidad. Los condes y barones llevaron las vituallas a los aposentos del rey, tal y como exigía su rango. Los habitantes de Londres se encargaron de la bodega y los de Winchester de la cocina.

Muerte De Ricardo Corazon de Leon

En el año 1199 de la Encarnación del Señor, por el tiempo de Cuaresma, tuvieron lugar, una vez más, negociaciones entre el rey de Inglaterra y el rey de Francia, y una tregua temporal fue concluida, finalmente, entre ambos. Aprovechando la ocasión durante el tiempo de Cuaresma, el rey Ricardo hizo avanzar el ejército hacia las posiciones del vizconde de Limoges quien, en plena guerra, se había rebelado contra su soberano, el rey de Inglaterra, firmando un tratado de amistad con el rey Felipe. Según algunos, en las tierras del vizconde se había encontrado un tesoro de inestimable valor, que el rey había reclamado y exigido, a lo que se había negado el vizconde, exacerbando el rencor que por él sentía el rey.

Matando y quemando, el rey arrasó las tierras del vizconde, como si ignorase que no estaba permitido batirse mientras durase aquel tiempo sagrado. Finalmente, al llegar a Chalus-Chabrol puso sitio a su castillo y, por espacio de tres días, lo atacó sin miramiento alguno, ordenando a sus zapadores que excavasen un túnel bajo la muralla para conseguir que se desplomara, lo que fue hecho al punto. Pero en el castillo no había tropas ni defensores, sino solamente algunos servidores del vizconde, quienes esperaban, en vano, la ayuda de su soberano. No sabían que quien les atacaba era el rey en persona, quien había acudido para sitiarlos, sino que suponían que se trataba de alguno de sus nobles.

El propio rey conducía el ataque con sus ballesteros, mientras que el resto de sus soldados hacía labores de zapa, de suerte que apenas nadie se atrevía a asomarse por la muralla para darles respuesta. Pero a pesar de todo, de vez en cuando, arrojaban desde lo alto de la muralla unas grandísimas piedras cuya brutal caída aterrorizaba a los sitiadores, pero que no tenía efecto en los zapadores, ni podía impedir que continuasen con su trabajo, puesto que sus técnicas de zapa eran puestos al abrigo de cualquier peligro.

En la tarde del segundo día, que era el que seguía después de la Anunciación de la Bienaventurada Virgen María, al acabar de comer, el rey se acercó sin temor al castillo, seguido de sus compañeros; no llevaba armadura, sino, simplemente, un casco de hierro y, según su costumbre, lanzó a los sitiados venablos y flechas.

De repente, llegó un hombre de armas que había pasado todo el día, hasta la hora de comer, apostado en una de las atalayas del castillo: había sido el blanco de todas las flechas, pero ninguna le había herido porque se protegía con una gran sartén; por su parte había disparado, con todo cuidado, sobre los sitiadores. Llegando, de improviso, a su puesto tendió su ballesta y lanzó vigorosamente un dardo sobre Ricardo, quien le miraba y aplaudía, hiriéndole en el hombro izquierdo, cerca de las vértebras del cuello, la punta se desvió ya en su cuerpo, yendo a alojarse en el costado izquierdo, pues el monarca no se habla protegido con el pavés cuadrado que tenía ante sí.

Cuando el rey recibió aquella herida, con bravura rayana en el portento, no lanzó ningún suspiro ni queja, ni dejó que ningún signo de sufrimiento se marcase en su rostro o en sus gestos para no afligir o inquietar a los que le rodeaban, pues tampoco quería que sus enemigos, al verlo herido, se viesen impelidos a mayores audacias. Acto seguido, como si no le hubiera ocurrido ningún mal -hasta el punto de que casi todos ignoraban tan importuno incidente-, entró en su alojamiento, que estaba en las proximidades y, tirando del asta que terminaba en el dardo, la rompió, pero el rejo, de un palmo de largo, permaneció en su cuerpo. Al momento, Ricardo se echó en una cama; un cirujano de las huestes del infame Mercadier, abriendo el cuerpo del rey a la luz de las linternas de sus aposentos, le hirió mortalmente ya que no pudo encontrar con facilidad el rejo clavado en lo más hondo de su cuerpo, demasiado graso y, cuando por fin lo encontró, a fuerza de cortar, no supo extraerlo sin hacerle gran daño.

Entonces, se le aplicó con sumo cuidado todo tipo de medicamentos y emplastos, pero, poco a poco, las heridas comenzaron a infectarse y ponerse negras y a hincharse cada vez más, según pasaban los días, revelándose, finalmente, modales, porque el rey no se atenía a razones ni hacía caso de las instrucciones de los médicos. Para no hacer público demasiado pronto el rumor de su enfermedad se impidió a todos los que le eran próximos acercarse a la cámara donde yacía, con excepción de cuatro barones que entraban libremente a visitarlo. Ricardo, quien sabía que ya no tenía salvación, envió una carta a su madre, a la sazón en Fontevrault. A continuación, se confesó con su capellán, y. para prepararse a morir, recibió el Cuerpo de Cristo, el sacramento de la salvación, del que, según se dice, se había mantenido apartado durante siete años, por respeto a tan gran misterio, ya que albergaba en su corazón un odio mortal contra el rey de Francia. Perdonó de buen grado a quien le había causado la muerte y, de tal suerte, siete días antes de los, idus de abril (el 7), es decir, diez días después de haber sido herido, tras recibir la extremaunción, acabó sus días en el momento en que llegaban las tinieblas de la noche.

Su cuerpo fue eviscerado y llevado a las monjas de Fontevrault, siendo inhumado el Domingo de Ramos al lado del de su padre, en una ceremonia oficiada por el obispo de Lincoln, en la que se le rindieron honores regios.

El vizconde de Limoges encontró un gran tesoro, compuesto de oro y plata, en las tierras de Guimar y envió al rey Ricardo de Inglaterra, su señor, una parte nada despreciable; pero el rey se negó a aceptarla, diciendo que debía tener el tesoro entero por derecho de soberanía. Por tanto, se dirigió a aquella región al frente de un gran ejército, para hacerle la guerra y sitiar su castillo, llamado Chalus, ya que suponía que en él habría sido guardado el tesoro en cuestión. Los caballeros y hombres de armas del castillo salieron para entregárselo, siempre que les dejara la vida salva y no los mutilaran y arrebatara sus armas, pero el rey no quiso aceptar la propuesta y juró que, después de vencerlos, los colgaría. Por tanto, los caballeros y hombres de armas regresaron al castillo, con el alma llena de dolor y confusión, y se aprestaron a su defensa.

Aquel mismo día, cuando el rey de Inglaterra y Mercadier iban y venían alrededor del castillo para localizar el punto en donde les sería más cómodo iniciar el asalto, un ballestero llamado Beltrán de Gurdun, que estaba en el castillo, le lanzó un dardo que, tras alcanzarle en el brazo, le causó una herida de la que ya no se repondría. Pero, a pesar de su herida, el soberano montó a caballo y regresó a sus aposentos; a Mercadier y a su ejército les dio la orden de atacar el castillo sin tregua ni cuartel hasta que lo hubieran conquistado; y así se hizo. Entonces, Ricardo hizo colgar a todos sus defensores, con excepción de aquel que le hiriera: si se hubiera recobrado le habría infligido, sin duda la más horrible de las muertes.

Acto seguido, el rey se puso en manos de uno de los médicos de Mercadier, quien, intentando extirparle el dardo, se quedó con la asta: la punta de hierro permaneció hincada en la carne; y cortando a su alrededor el brazo del rey, sin importarle cómo, aquel carnicero acabó por sacarle el hierro. Cuando el rey comprendió que estaba perdido, legó a su hermano Juan el reino de Inglaterra y sus demás posesiones. Hizo que los presentes le juraran fidelidad y ordenó que se le devolviesen sus castillos. Legó a su sobrino Otón, rey de Alemania, las tres cuartas partes de su tesoro y todas sus joyas y dio la orden de que la cuarta parte que restaba fuese distribuida entre sus hombres y los pobres. Acto seguido, mandó Llamar a Beltrán de Gurdun, que era quien le había herido, y le dijo: «¿Qué mal te hice para que me causaras la muere?». El otro le respondió: «Mataste con tu propia mano a mi padre y a mis dos hermanos, y no hace mucho quisiste matarme a mí. Véngate de mí del modo que quieras: soportaré con ánimo incólume los tormentos más atroces que puedas imaginar, pues ya se acaba tu vida, la vida de quien causara al orbe tan grandes males»
Entonces, el rey dispuso que le dejasen en libertad, y dijo: «Te perdono que me hayas matado». Le quitaron a aquel joven sus cadenas y lo dejaron en libertad, aunque no antes de que el rey ordenara que le entregasen cien sueldos ingleses. Pero Mercadier, sin que el monarca se enterara de ello, lo capturó y después de la muerte de Ricardo, hizo que lo desollaran y colgaran.

El rey dispuso que su cerebro, sangre y entrañas fuesen sepultados en Charroux, del Berry; su corazón, en Rouen; y su cuerpo, en Fontevrault, a los pies de su padre. Murió ocho días antes de los idus de abril (el 6 de abril) el martes antes del Domingo de Ramos, diez días después de haber sido herido. Los suyos le enterraron según su voluntad.

Tiburk

Un amante de los juegos de rol...

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